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Defensa de la vida, y laicidad uruguaya

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Hablando de fe y política, algunos cristianos cuidan la "santidad" de la iglesia y muchos en la sociedad cuidan la "santidad" de la laicidad.

Hablando de fe y política, algunos cristianos cuidan la «santidad» de la iglesia y muchos en la sociedad cuidan la «santidad» de la laicidad.

La tradición laicista de Uruguay tiene especial origen en la influencia del ex presidente José Batlle y Ordoñez que ejerció su cargo presidencial en dos períodos, 1903-1907 y 1911-1915, aunque su influencia anti-cristiana, anti-Dios y anti-clerical la desarrolló hasta su muerte.

Fue  además fundador del diario El Día, donde escribía la palabra “Dios” con minúscula y se burlaba de la fe católica y cristiana en general.

Posteriormente, el 23 de octubre de 1919 se sancionó la ley que determinó los días festivos en Uruguay; desaparecían para siempre del calendario oficial las festividades religiosas reconocidas y practicadas por el estado desde la colonia: Se suprimió la Semana Santa transformándola en Semana de Turismo, la celebración de reyes fue cambiada por Día de los Niños, la Navidad pasó a ser Fiesta de la Familia, todo esto en honor a la sacrosanta laicidad.

Exceptuando la supresión de los feriados religiosos en la Unión Soviética y demás países comunistas, el mundo no ha conocido nada semejante desde el efímero intento de la Revolución Francesa que introdujo un nuevo calendario, pretendiendo iniciar una nueva era post cristiana.

Entre otras cosas, José Batlle y Ordoñez vetó la candidatura presidencial del batllista Gabriel Terra por haber actuado este, como Padrino en la boda religiosa de su propia hija Raquel Terra.  

Sería muy largo enumerar las muchas medidas que acompañaron el proceso de separación Iglesia-Estado, además muchos fueron sus escritos contra la Biblia y la Fe. Esa influencia marcó al Uruguay, a tal punto que al día de hoy, la prensa esgrime orgullosamente la idea de que Uruguay es laico, en contraposición al resto de los países democráticos, como si el resto no lo fuera.

Esta concepción es hoy, también esgrimida por un importante espectro de cristianos evangélicos.

Algunos dicen que la iglesia debe ser apolítica, cuando en la realidad, defender la vida, el matrimonio, la familia, es interpretado políticamente como una opción ultraderechista, conservadora, una intrusión religiosa del ámbito sagrado en lo secular, sobre los cuales no “podemos ni debemos” opinar por causa de la “laicidad”.

Movilizarse contra la intención de promover una ley de aborto por allá en 2002 o 2003, era temerario; visitar diputados y senadores en sus despachos resultó alarmante, dentro y fuera de la iglesia.

Fue un tiempo en que algunos cristianos tímidamente intentaban militar políticamente, ante el temor de la iglesia que contaminaran con las sucias aguas políticas del infierno, la pureza de la misma.

Alarmada la iglesia y alarmada la sociedad, mientras la prensa hacía sus primeros disparos contra “estos religiosos” que debían ejercer su fe privadamente en sus templos, pero no ejercitarla en el ambiente secular. Unos cuidando la santidad de la iglesia y otros cuidando la santidad de la laicidad.

Nuestra primera lucha cívica fue contra un proyecto de ley de fertilización asistida, cuando descubrimos que el embrión humano era objeto de manipulación, criogénesis, selección, usado para experimentación científica de eugenesia, cuando no, tirado a las cloacas y pocos cristianos, muy pocos, asumían la realidad que a la vida había que defenderla además de orar por los políticos.

En ese tiempo llegó claramente a nuestros oídos el clamor del Señor por los indefensos que son llevados a la muerte injustamente: “Libra a los que son llevados a la muerte; salva a los que están en peligro de muerte. Porque si dijeres: ciertamente no lo supimos, ¿Acaso no lo entenderá el que pesa los corazones? El que mira por tu alma, él lo conocerá, y dará al hombre según sus obras” Proverbios 24:11-12.

En varios períodos de gobierno se intentaron introducir distintos proyectos de leyes de aborto que de ningún modo despertaban el interés de la iglesia por hacer algo, aunque algunos intentos tímidos surgían por aquí o por allá, de algunas opiniones de cristianos.

Los aliados más importantes que teníamos eran católicos; de ellos aprendimos mucho ya que llevaban años investigando desde la ciencia y desde la bioética y fue con ellos que salimos a la calle el día de la votación en 2012 en que los legisladores aprobaron la ley de aborto dentro del Palacio Legislativo, mientras nosotros gritábamos fuera y levantábamos carteles. No éramos más de trescientos, pero gritamos hasta agotarnos, y decretamos y atamos a las fuerzas del infierno y las echamos a lo profundo del mar.

Esperábamos un gran milagro, siendo más de las doce de la noche, agotados y extenuados, ya no circulaba gente ni vehículos en las calles. Ya no había más para hacer, habíamos hecho lo nuestro, Dios haría su parte. A esa hora alguien nos gritó desde una ventana del majestuoso edificio, que la ley había sido aprobada. Una decepción inmensa, ¡no podía ser! ¡Éramos pocos, pero buenos! ¿Por qué Dios no oyó nuestra oración? ¿Por qué los demonios no huyeron…?

Una fuerte convicción comenzó a apoderarse de nosotros: Las decisiones se toman dentro y nosotros estábamos fuera. Desde ese día comenzamos a entender que en realidad la política era un territorio misionero no alcanzado por la iglesia y no solo eso, la convicción de muchos era que se trataba de un territorio que no debía ser alcanzado porque era espacio de satanás.

Después aparecieron más leyes; matrimonio igualitario, enseñanza con perspectiva de género, igualdad de género etc… La iglesia soñolienta comenzó a despertar y comenzó a ver que todo era una sucesión continua y un vertedero imparable de propuestas oscuras que venían a deconstruir los matrimonios y familias, los valores y principios enraizados en la palabra de Dios.

Que la ONU proponía limitar los derechos de conciencia y religiosos para darle entrada a nuevos derechos, más derechos que los anteriores. El respeto a las minorías se volvió en irrespeto a las mayorías.

Hoy vemos con alegría que el espectro evangélico está despertando de un largo letargo, la embestida secularista ha sacudido la conciencia, y del mismo modo que en el resto de América Latina, el gigante dormido se está despertando.

En Uruguay vemos con gozo, pastores e iglesias que animan a sus fieles a participar de la vida pública y a ejercer los derechos que todo ciudadano tiene de votar y ser votado, de opinar pública y privadamente llevando en alto las verdades que defendemos que son valores inamovibles e insustituibles que no se deterioran con el tiempo.

Muchas iglesias están proponiendo cristianos para militar por la fe en el territorio que le habíamos asignado al diablo. Mientras, el colectivo social comienza a aceptar lentamente, que nosotros somos tan ciudadanos y con los mismos derechos cívicos que cualquier otro ciudadano.