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La situación en Puerto Rico, un año después de María

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La devastación que el monstruo de casi categoría 5 trajo a la isla es inimaginabl

Las secuelas del huracán han reenfocado por completo muchos ministerios pastorales sobre el individuo en lugar de las masas.

Puerto Rico es un paraíso tropical — hogar de 3,5 millones de ciudadanos americanos, una impresionante cordillera, playas de arena blanca y la única selva tropical de los Estados Unidos.

Es hermoso, y está en desorden.

Del 2000 a 2017, la isla sufrió un golpe financiero tras otro: las subvenciones del Congreso expiraron, la industria farmacéutica se trasladó al extranjero, la burbuja inmobiliaria de los Estados Unidos se derrumbó y Puerto Rico quedó con una deuda gigantesca y sin medios para pagarla.

Entonces vino el huracán María.

La devastación que el monstruo de casi categoría 5 trajo a la isla es inimaginable. El sistema atravesó de sureste a noroeste, allanando todo a su paso. Las secuelas del evento — con la pérdida de energía eléctrica, las comunicaciones y el suministro de agua durante meses, así como carreteras destruidas y puertos cerrados — reclamaron al menos 64 vidas (según las cifras oficiales del gobierno) y hasta 4.600 (según un estudio de la Universidad de Harvard), la mayoría de ellos ciudadanos mayores con condiciones médicas quienes viven en las inaccesibles cordilleras.

Y eso es sólo el impacto físico. La iglesia en Puerto Rico y las vidas espirituales de sus ciudadanos no se han librado de todo este dolor y desolación, pero su historia sigue siendo una de gracia y amor que supera la pérdida y el sufrimiento.

Durante esos primeros días, los pastores estábamos conmocionados. ¿Qué pasaría con nuestras familias? ¿Qué pasaría con las comunidades de fe en las que ministramos? Ayudamos a personas mayores y niños pequeños a huir de la isla hacia el continente, sin estar seguros de si alguna vez volveríamos a verlos. La devastación en las instalaciones de las iglesias y las casas de los congregantes era suficiente para agitar más el pánico. ¿Cómo íbamos a reconstruir? ¿Dónde podríamos encontrar las finanzas y la mano de obra para trabajar?

En un nivel más profundo, nos vimos obligados a replantear el propósito de nuestros ministerios: ¿Cómo íbamos a ministrar a nuestras comunidades durante este tiempo de máxima necesidad?Tras décadas de enseñanza del Evangelio de la prosperidad inundando nuestras iglesias y medios cristianos, sabíamos que la mayoría de los puertorriqueños no estaban preparados espiritualmente para lidiar con un desastre rompe-sueños como este.

Pero Dios, quien nos ama y hace que todo obre para nuestro bien, usó estos tiempos difíciles para reenfocar la mentalidad espiritual de las congregaciones en todas partes, reformando nuestra comprensión de la vida cristiana como debía ser desde el comienzo de la Iglesia en Hechos: un grupo de personas escogidas y salvadas que vivían en verdadera comunidad, amando a Dios, amando a sus hermanos y hermanas espirituales, y amando a las almas perdidas.

Pocos días después del huracán, las congregaciones locales empezaron a reunirse — sin programas, sin liturgias, sin edificios en algunos casos. Leyeron los Salmos, cantaron y oraron. Sin trabajo, y sin servicios básicos en los hogares, inició un sentimiento de comunidad compartida, y todos empezaron a buscar oportunidades para atender las necesidades más apremiantes.

Equipos recolectaron donaciones y se dirigieron a las montañas en convoyes de camionetas. Las historias de los horrores experimentados en las áreas más pobres eran abrumadoras. Pero entonces empezaron a fluir los primeros milagros: el muy preciado ministerio de las iglesias en el continente llegó en tropel por todas partes, desde todas partes.

Las iglesias evangélicas denominacionales y no denominacionales vertieron millones de dólares y miles de horas-hombre para alcanzar lo inalcanzable. En mi iglesia, la Iglesia del Centro en Arecibo, recibimos a hermanos y hermanas de todo el país — California, Kentucky, Michigan — buscando formas de ayudar, trayendo con ellos ayuda financiera y suministros por su cuenta.

Un año después, las pérdidas humanas y la ruina financiera causados por el huracán María todavía devastan el tejido de nuestra sociedad. Con el altísimo desempleo y el gobierno estancado en la crisis de la deuda, la caída libre de la economía ha obligado aún más a mudarse al continente.

A diferencia de la ola de inmigración a los Estados Unidos en los años 50, la población que ha huido representa el futuro de Puerto Rico: en su mayoría familias jóvenes con niños y padres bien educados, bilingües y profesionales. Nuestros maestros de escuela, policías, ingenieros, arquitectos, doctores, enfermeras y otros profesionales están fuera buscando trabajo en Florida, Texas y Nueva York.

Varios ministros de nuestra ciudad han perdido la mitad o más de sus congregaciones debido al acelerado patrón de emigración. Las familias están siendo diezmadas, con parientes mayores abandonados, ya que no pueden permitirse el lujo de mudarse al continente, donde los gastos médicos y de vida son mayores. Años de fiel ministerio se pueden reducir a nada en pocos meses. Los pastores sienten la tensión entre las necesidades del rebaño y las necesidades de la familia inmediata, lo que conduce al aislamiento y a la pérdida del enfoque ministerial. Lamentablemente, los cierres de iglesias locales han empezado a aumentar en los últimos meses.

No sabemos qué ocurrirá en un futuro próximo y estamos empezando a perder la esperanza de un resultado positivo para la isla, política, financiera y nacionalmente. Años de arduo trabajo, construyendo constantemente nuestras vidas y ahorrando para una jubilación bien merecida, ahora pueden desaparecer muy rápidamente con las acciones políticas derivadas del desorden fiscal.

Nos imaginamos el peor de los casos: los 8 millones puertorriqueños bien pueden terminar diluidos dentro de la población general de los Estados Unidos, finalmente desapareciendo como una entidad nacional en tan sólo un par de generaciones. Nuestra amada isla puede terminar simplemente como una casa de vacaciones de lujo para el 1 por ciento restante.

De nuestro diario trabajo pastoral en el campo, hemos visto la depresión y los intentos de suicidio aumentando constantemente. La gente quiere «huir» de este desastre aparentemente interminable. La soledad, las deficiencias financieras y los problemas matrimoniales que existían antes del huracán parecen peores ahora.

El huracán María también reveló un segundo Puerto Rico — el extraordinario número de personas que viven solas sin muchos medios financieros o sociales, muchas de las cuales sufren condiciones físicas debilitantes. Llegar y ministrar a ellos se ha convertido en una de las partes más importantes de nuestro trabajo.Iglesias saludables envían equipos de misión casa por casa, trayendo alimentos, suministros, ayuda médica y, sobre todo, consuelo y oraciones a estos vecinos desconectados.

Nuestras sesiones individuales de consejería combinan la esperanza del Evangelio con preocupaciones prácticas. Los pastores preguntan: ¿Cómo estás lidiando con esto emocionalmente? ¿Cómo afecta tu salud? ¿Cuáles son los siguientes pasos en tu vida? ¿Te quedas o te vas? ¿Estás preparado financiera y emocionalmente para tal cambio? ¿Cómo vas a lidiar con la «nueva normalidad»? Nuestro enfoque se ha vuelto más holístico, complementando el consejo bíblico con intervenciones de trabajadores sociales, psicólogos y psiquiatras, según se considere necesario.

Las secuelas del huracán han reenfocado por completo muchos ministerios pastorales sobre el individuo en lugar de las masas. Cuando todo está bien, los pastores tienden a definir el éxito de nuestras actividades: la predicación y la enseñanza, la asistencia a la iglesia y el impacto general. Una crisis como ésta nos lleva de nuevo al núcleo de nuestro llamamiento: impactar a las almas una por una. La gente necesita asegurarse del amor de Dios, cierta certeza con respecto a su futuro, un hombro para llorar, y un lugar seguro para ventilar su enojo y desesperación. La gente necesita esperanza.