Inicio Prevención «LAS DROGAS UN CAMINO A LA INDIGENCIA»»

«LAS DROGAS UN CAMINO A LA INDIGENCIA»»

2293
0

El consumo de drogas, incluyendo el alcohol lleva a las personas a perder salud física y emocional; a perder el apoyo de sus familiares, empleo e incluso pertenencias materiales tan valiosas como una vivienda.

Muchas de las personas indigentes que vemos en las calles padecen una dependencia que al ser progresiva ha afectado a la persona en todas sus dimensiones. El problema se ha agudizado tanto que sin ayuda es probable que la persona padezca una enfermedad mental con síntomas irreversibles como alucinaciones, o incluso daños físicos que lo lleven a la muerte.

He aqui un testimonio de alguien que vivió este infierno:

Jose el adicto, no apartó la mirada en ningún momento, pero sus ojos se encharcaron. “¿Sabes lo que es que otra persona te mire por encima del hombro?, aunque uno no sea una persona mala; aunque uno no se meta con los demás”. Tiene 30 años, cara de niño dicharachero y es adicto a la cocaína. Cada noche acude al centro Lazos de Amor y Esperanza, en el barrio El Prado, para buscar refugio. Es uno de los cientos de habitantes de la calle que sobreviven en cualquier rincón de nuestra América Latina.

Lleva dos meses acudiendo al ‘hogar de paso’, que gestiona la fundación del mismo nombre. Entra a las seis de la tarde y sale a las ocho de la mañana, tras calmar el hambre con la cena y el desayuno que le sirven. Durante el día, el tétrico albergue con aspecto de prisión y las altísimas vallas que lo cercan se mantienen cerrados.

Le está terminante prohibido consumir ahí dentro. Normas de la casa. “Se les registra al entrar y salir. Si les encontramos con droga en el interior, son sancionados con dos o tres días sin poder venir. Todos vuelven a pedir perdón, la calle es muy dura”, cuenta el Sr. Pablo, fundador de la institución.

Su coqueteo con las drogas comenzó en la adolescencia, cuando probó la marihuana animado por los amigos del barrio y una situación familiar difícil. “Yo no alcancé a conocer a mi madre. Mi padre la mató por celos. Fueron nueve puñaladas. No le metieron en la cárcel porque mi abuelita le dejó su muerte a Dios”.

Resignada con la muerte de su hija, ella fue quien le crió hasta los 14 años; hasta que los gastos de su manutención le ahogaron y tuvo que echarle.

Jose el adicto volvió al hogar familiar, donde el presunto asesino convivía con su nueva mujer. “Yo le guardaba resentimiento por lo que le hizo a mi madre. No le respetaba. Me sentía libre de hacer lo que quisiera y probé las drogas. Al principio no le veía ningún problema, pero la ilusión que te aportan es un puente para probar las demás”.

Dos años más tarde, con un hijo a sus espaldas (ahora tiene tres, uno de 15 años, otro de nueve y el último de nueve meses), una relación inestable de idas y venidas con la madre del pequeño, un trabajo como vendedor ambulante y una adicción acentuada a la cocaína, acabó haciendo de la calle su hogar. Tenía 16 años. “La vida es complicada. Quería ser abogado, era mi sueño, pero yo mismo me afecté al hacer cosas que no debía; ignorancia de niño”, dice sin dejar de mirar a los ojos.

Jose el adicto es uno de los millares indigentes que vagan a diario por las calles de América Latina, según el último censo de 2012 que maneja Milciades Osorio, coordinador del Programa de Habitantes de la Calle.

El r. Pablo, quien gestiona los fondos (30 millones de pesos mensuales) que recibe de este departamento dependiente de la Alcaldía para mantener el centro y atender a los que ahí se resguardan, habla de entre 700 y 800 indigentes. De estos, el 98% son hombres. El resto son mujeres.

Los barrios que rodean la zona histórica de cualquier Ciudad de nuestra América Latina, , son los mayores “productores” de indigentes de la ciudad (un 55%), según Pablo. El resto proceden de la Costa o del interior del país. Sólo un 1 % son extranjeros.

En su mayoría, provienen de hogares disfuncionales, de una realidad familiar ligada a la pobreza, la precariedad y, en algunos casos, a la violencia intrafamiliar. Las drogas se convierten en la salida más lógica para superar los problemas, y la más accesible.

Es la causa que más se repite para explicar por qué estás personas acaban viviendo en la calle. Solo el 20 % y en realidad creo que menos, logra reinsertarse a la sociedad y superar la adicción.

“Mi casa es la calle. Vuelvo al refugio a dormir y regreso a la calle. No podría vivir sin la calle. Donde he aprendido a ganarme la plata es en la calle”, explica el indigente mientras mueve nerviosamente sus piernas. Es ahí, más concretamente en la Avenida «»XXX»», donde ha trabajado la mayor parte de su vida de limpiavidrios, su trabajo más duradero hasta el momento, durante años. Cada día, conseguía reunir entre 20.000 y 30.000 pesos. Pero no importaba, “porque en la noche me quedaba sin nada, ni para comida”.

Ahora es vendedor de golosinas en los colectivos que recorren esta congestionada calle principal de este a oeste, y al revés. Su horario laboral coincide con la hora en el que el refugio Lazos de Amor y Esperanza cierra sus puertas. Su salario sigue siendo el mismo, solo que ya no lo invierte todo en droga. “Ahora me drogo, pero menos. Antes lo hacía con cocaína, ahora los últimos días solo con marihuana, que no te destruye como la otra droga”, se excusa.

La vida del Latinoamericano es una de las cientos de historias que se repiten en el refugio. Su compañero Roberto, también de 30 años, cuenta una historia prácticamente idéntica a la de Jose.

Pero lo hace bajo el influjo de las drogas, sin la lucidez del primero. “Consumo marihuana, cocaína, pastillas y, de vez en cuando, fumo bazuco, que se hace con los residuos de la coca.

Me gusta la droga, me monta en otro mundo y me olvido de la realidad. Pero quiero cambiar de vida, tener un buen trabajo y una familia. Pero no tengo una mano amiga que me ayude”, explica con la mirada perdida. Lleva en la calle desde los 19 años.

Ninguno de los dos habla de felicidad. Pero coinciden en recalcar que el refugio del Sr. Pablo es un paso que les acerca más a su objetivo. Por lo menos, “cuando estoy aquí encerrado no puedo consumir”, dice Roberto. Jose, por su parte, tiene la esperanza puesta en Dios: “Si él me ayudó a llegar a este sitio que me ha dado tranquilidad, será por algo”.

Pero la entereza que demuestra cuando habla de cambiar de vida le dura poco. Una lágrima le recorre la mejilla. Ya no mantiene la mirada. “Por las noches, el remordimiento de culpa no te deja en paz. Nunca te deja en paz».